Viernes. Esquina de la calle Santa Rosa y avenida Húsares de Junín. 10:50 a.m. Un muchacho con mochila saca su smarthphone (o algo muy parecido), lo maniobra, sonríe y parece que redacta algún mensaje de texto en la pantalla táctil del aparatito. Una mujer de aproximadamente 60 años pasea a un perro enano con total tranquilidad, sin siquiera voltear la cabeza para cruzar las esquinas. Un hombre de terno sale a la esquina, coge un taxi y se sube sin preguntar siquiera el precio del servicio o verle la cara al chofer; se le nota apresurado. La gente camina con total seguridad. Sólo un joven, de mochila también (seguro que universitario), camina nervioso, con la mano izquierda en el bolsillo, volteando la cabeza por encima del hombro cada cierta cantidad de pasos para ver si alguien lo persigue. Cuando llega a mi esquina y entra a La Merced, se siente más seguro, más relajado, como si el peligro de caminar en las calles se redujera en la tercera etapa de la urbanización, como si todos los males que lo asechaban se hubieran quedado atrás, en la avenida Húsares de Junín.
Viernes otra vez. Parque de la Amistad. 6.25 p.m. La noche está cayendo con paciencia. En la cancha, un grupo de jóvenes se alistan a jugar un partido de básquetbol. “Algunos viven por acá y otros sólo vienen para jugar, pero se les conoce bien”, me dice con total seguridad Fernando; él también se alista para jugar. Los bordes del parque empiezan a recibir gente que sale a correr un poco cuando el sol ya está casi extinto. La mayoría de ellos son personas mayores, muy mayores. Algunos corren con prisa, otros con bastante calma y los más añejos prefieren simplemente caminar. Por las calles de Santa Beatriz y Santa Catalina los transeúntes caminan con mesurada tranquilidad. La mayoría son jóvenes que muy probablemente viven en la zona. Alguno que otro forastero sólo pasa por el lugar para cortar camino. Ya oscureció. “Un par de vueltas y me voy”, me digo aburrido de tanta quietud. Además de los transeúntes, los basquetbolistas y los trotadores, sólo un par de parejas que se acaban de sentar en las bancas del parque marcan la diferencia. La poca luz de la zona juega a su favor: les da cierta sensación de intimidad. Se acerca un hortelero (dícese de la persona que vende caramelos a las parejas en los parques; en algunos casos son ladrones) pero se va al poco rato sin recibir moneda. Aunque con poca iluminación, todo se encuentra demasiado tranquilo. Parece difícil creer lo que afirman muchos vecinos: La tercera etapa de La Merced está considerada la más insegura de los alrededores.
El alcalde vecinal, Héctor Galarreta, disipa mis dudas: “Es un lugar peligroso para transitar, por eso hemos pedido el apoyo de seguridad ciudadana y la policía nacional”. Según don Héctor, desde que la tercera etapa fue declarada “zona roja” por sus propios vecinos, hace más de dos meses, la Gerencia de Seguridad Ciudadana manda varios efectivos diariamente, las 24 horas del día. “Tres motorizados, tres camionetas y tres de a pie”. Parece ser verdad. Mientras le hacía la pequeña entrevista, caminamos algunas calles del lugar y en varias ocasiones nos encontramos con las camionetas de seguridad ciudadana y agentes de a pie. “Y eso que son la una de la tarde. A eso de las cinco o seis hay más efectivos aun”, me dice.
Uno de los ‘azules’, de los andan a pie, afirma que el lugar es relativamente peligroso, en especial para las chicas, y que el riesgo aumenta al caer la noche, entre las seis y las ocho. Dice, además, que las modalidades más frecuentes de robo al paso son el asalto en motos y en taxis, generalmente en Ticos, y que suelen robar en calles cercanas a las avenidas para escapar con mayor facilidad. "El asalto a mano armada y organizado también está presente", me dice y hace referencia a un vecino que vive cerca del 'parque enrejado'. "Hace pocas semanas le vaciaron su casa a eso de las seis de la tarde", fue lo último que me dijo luego que su monitor lo encontrara hablando conmigo y le diera la orden de no dar información, por seguridad. Se disculpó y siguió su guardia como si nunca me hubiera visto.
En la central de Seguridad Ciudadana, ubicada en la calle Zela, el supervisor Pablo Ormeño Torres -a diferencia de los efectivos policiales de la Comisaría de Ayacucho- acepta responder, aunque con cierto recelo, algunas preguntas acerca del tema. Se acomoda en el asiento detrás de su escritorio y comienza la breve entrevista. “No tenemos cifras exactas”, responde -entre dientes y esquivando la mirada como si alguien lo fuera a reñir por ello- cuando le pregunto por los índices de robo. “Es que la gente no quiere poner sus denuncias”, termina la idea. A pesar de que no se cuenta con estadísticas oficiales de la actividad delincuencial en la zona, don Pablo no duda en afirmar lo peligrosa que es, inclusive se anima a dar una cifra: “Es casi seguro que hay por lo menos tres asaltos diarios, aun con los efectivos que enviamos”. “Enviamos, diariamente, una camioneta, un motorizado y cinco efectivos de a pie”, me dice inmediatamente como adivinando mi siguiente pregunta. Sí, algo no concuerda; días atrás uno de los efectivos de la zona me dijo que la tercera etapa estaba resguardada por tres motorizados, tres camionetas y tres de a pie. Don Pablo frunce el ceño, me dice que tal vez se equivocaron o me dieron información incorrecta adrede, por desconfianza, y vuelve a repetirme la cifra: Una camioneta, un motorizado y cinco de a pie. “No se puede confiar en nadie, pues, hermano”, se excusa y continúa el coloquio hablándome sobre algunos asesinatos y asaltos a mano armada que se perpetraron en el lugar.
-¿Y se considera como zona roja, zona peligrosa? –le pregunto.
-Nosotros no lo consideramos así, pero tampoco queremos esperar a que se convierta en una, por eso enviamos más efectivos –contesta don Pablo, luego de pensar muy bien su respuesta.
Inmediatamente contesta el celular, habla muy brevemente, se levanta de su asiento y se despide dándome la mano y excusándose porque tiene una reunión importante y ya se le hizo tarde.
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